Capítulo III
César deambulaba por la tienda a un lado y al otro, mientras dictaba a sus escribas. A menudo se paraba y cerraba los ojos en un intento por recordar algún dato, nombre o simplemente buscando la mejor expresión literaria para sus pensamientos. Quería cuidar el estilo de sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias que periódicamente mandaba a Roma para que fueran publicados. Debían tener noticias de él y de sus grandes logros. El pueblo le aclamaría si regresaba triunfante, con las arcas llenas, muchas tierras conquistadas y esclavos en gran número. Sus enemigos políticos no podrían hacer nada para evitar un nuevo ascenso hacia el consulado.
Sus esfuerzos estaban dedicados a describir el sitio al que había sometido a Alesia, la ciudad de la tribu de los mandubios, la inexpugnable fortaleza situada en un promontorio en la que se había encerrado el arverno Vercingétorix junto a sus mejores guerreros. Era imposible tomar aquel oppidum. Además la anterior experiencia en Gergovia, que trató de tomar al asalto, no había resultado la mejor de las soluciones posibles y hubo de renunciar a continuar con aquella acción. Los galos lo habían tomado como una victoria, como la demostración de que la invencibilidad de César era un mito y no una realidad. ¡Idiotas! No sabían que una retirada a tiempo a menudo, es una gran victoria. Y ahora César no caería en el mismo error. Les sitiaría y les vencería por hambre. Si querían combatir que lo hicieran en campo abierto, allí donde las legiones romanas eran invencibles.
Pero César sabía que Vercingétorix no caería en la provocación. Aquel joven líder de la tribu de los arvernos, aprovechando la ausencia de César que había atravesado el Canal de la Manica y trataba de sacar algún beneficio de la conquista de la isla de Mona (que finalmente resultó ser un páramo carente de interés y con tribus muy violentas de caras pintadas de azul) había conseguido unir a las tribus galas en aquel año 701 ab urbe condita. Todo el trabajo de varios años de César, que consistía en dividir para poder vencer e imponer el poder de Roma en la Galia, se podía ir al traste. No lo iba a permitir. Alesia sería la batalla final de aquella interminable guerra.
- Repíteme las últimas frases – le dijo César a uno de sus escribas.
- “Estaba esta ciudad fundada en la cumbre de un monte muy elevado, por manera que parecía inexpugnable sino por bloqueo. Dos ríos por dos lados bañaban el pie de la montaña. Delante de la ciudad se tendía una llanura casi de tres millas a lo largo. Por todas las demás partes la ceñían de trecho en trecho varias colinas de igual altura. Debajo del muro toda la parte oriental del monte estaba cubierta de tropas de los galos, defendidos de un foso y de una cerca de seis pies en alto.”
Mientras los escribas tomaban notas, César continuó aportando datos sobre los trabajos de defensa que había ordenado realizar en torno a la ciudad, para hacer efectivo el sitio de Alesia. Con aproximadamente 60.000 hombres de los que disponía, levantó una muralla de maderas reforzadas con torres de vigía y de defensa que rodeaban la ciudad por completo en un perímetro de 15 millas. El interior de ese perímetro hasta llegar a la misma Alesia, lo llenó de trampas para evitar la salida del ejército de Vercingétorix, que había molestado los trabajos de fortificación con continuas escaramuzas. Una noche antes de finalizar los trabajos y de culminar el cerco, los galos consiguieron que su caballería huyera, sin duda para pedir auxilio.
Una vez el gato encerrado, César sabía que venía de camino un ejército enorme y tenía que cubrirse las espaldas y por ese motivo construyó un nuevo perímetro exterior de 21 millas dejando un espacio de poco más de un estadio entre el perímetro interior y exterior, para maniobrar en caso de ataque y poder ubicar los 23 campamentos de su caballería y sus legionarios.
El exterior del perímetro lo llenó a su vez de trampas: fosase rellenos del agua de los dos ríos que circunvalaban Alesia y fosos sin agua, los stimuli que eran puntas de madera endurecidas al fuego y enterradas en el suelo, los cippi que eran agujeros con ramas afiladas en el fondo, y también empalizadas, muros, torres, etc. La superioridad de la ingeniería romana quedaría bien patente. Ésa era su fuerza frente al mayor número de galos.
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