Las puertas de Alesia se abrieron para no volver a cerrarse jamás ante los romanos. Como se había acordado mediante los mensajeros cruzados entre Vercingétorix y César, comenzaron a salir los maltrechos guerreros que aún quedaban en su interior armados hasta los dientes en dirección a un gran agujero que los romanos habían cavado en la parte final de la pendiente, que descendía hasta el perímetro interior del lado sur de las defensas romanas. Allí arrojaban sus espadas y corazas, para continuar descendiendo hasta uno de los campamentos que había sido vaciado por completo y que servía de improvisada cárcel. Allí eran encerrados por miles.
Una parte de aquella empalizada había sido derribada y en su lugar, rodeado por su estado mayor y todo su ejército formado, se alzaba una tarima de poco más de un metro de altitud, en lo alto de la cual, estaba César sentado a la manera romana en su silla curul propia de su rango, con la espalda erguida y una pierna más adelantada que la otra, con su corona de roble sobre la cabeza que presentaba síntomas de una incipiente calvicie que César se esforzaba en ocultar de todas las maneras posibles y que había ganado en el asalto a los muros de la ciudad de Mitilene. Estaba vestido como un magistrado romano y no como un militar, esperando como procónsul, en nombre de Roma, la rendición incondicional de Vercingétorix, de Alesia y por ende, de toda la Galia.
El último en salir fue Vercingétorix, a caballo, armado y vestido con su mejor armadura. Descendió sereno hasta la tarima, descabalgó y arrojó sus armas al suelo ante César.
- Te ofrezco mi vida a cambio de tu clemencia para con mi pueblo. Dispón de ella como te plazca. Es mi último sacrifico.
Alesia no fue arrasada, pero a cada soldado César, además de otras cosas, le regaló un esclavo de entre aquellos guerreros rendidos.
A Vercingétorix, no le dio la muerte rápida, justa y honrosa que el galo esperaba. En cambio le cargó de cadenas, le encerró en una jaula y le arrastró a la cola de sus ejércitos hasta llegar a la Galia Cisalpina, donde le encerró en una mazmorra durante seis largos años, a la espera de realizar su entrada triunfal y poderlo así exhibir como un trofeo de guerra. El más preciado de todos, el de aquel que osó desafiar en balde a la Roma del gran Julio César.