Poco a poco, decenas de miles de galos a caballo salieron de entre los árboles y comenzaron a llenar la llanura que se extendía en el lado sur de las defensas romanas. La visión de la ingente cantidad de guerreros galos a caballo, apretados unos contra los otros, propiciaban una imagen espectacular y aterradora. Flaco nunca había visto nada igual. Era incapaz de calcular el número de enemigos, pero era evidente que les superaban muy ampliamente. ¿Sería suficiente el entramado defensivo de César? Al menos en aquella zona donde él estaba, no lo creía. Durante todo el día, no dejaron de llegar más guerreros galos, esta vez a pie. Pero se limitaron a acampar a una prudente distancia de las fortificaciones. Todo el lado sur de Alesia era como un campo de trigo a punto de ser segado, pero no eran espigas, sino galos los que lo poblaban.
César, ataviado con su capa escarlata de general que le hacía reconocible para todos sus legionarios, estuvo durante todo el día cabalgando a lomos de su caballo de guerra de un lado a otro, dando órdenes a diestro y siniestro, encaramándose a lo más alto de las torres para observar los movimientos. Se acercaba a sus hombres. Les apoyaba, les llamaba por sus nombres, que recordaba con su prodigiosa memoria, les enrabietaba… Todos sabían que llegado el momento, en el campo de batalla, lucharía como el primero y asumiría riesgos como el que más. Aún recordaba Marco Flaco cómo, en una emboscada sorpresa de los nervios en la campaña contra los belgas, cuando el terror se apoderó de todo el mundo y la situación parecía sin solución, César había desenfundado su gladius, colocándose en primera línea de batalla y mostrando un valor encomiable, insuflando moral a todos los que junto a él luchaban. Fue la X legión, siempre la Décima, la que primero respondió a su general y juntos, ganaron aquella batalla. Flaco y todos los demás, seguirían a aquel hombre hasta las puertas del Averno si él se lo pidiera. César era el primero de los legionarios y al mismo tiempo era uno más.
Pero el día fue languideciendo y los galos se limitaron a acampar. Aquella noche de permanente alerta nadie durmió en el campamento de Flaco. Se redoblaron las guardias y cualquier pequeño ruido era motivo de alarma. Desde la torre, Flaco podía observar los pequeños fuegos de los galos que formaban un fantasmagórico horizonte que se confundía con el cielo estrellado. La incertidumbre le reconcomía las entrañas. Hubiera sido preferible luchar de inmediato que soportar aquella espera. Los relinchos de los caballos, el temblor del suelo iniciado por la mañana que no cesaba y los sonidos de las canciones de los galos rompían la tensión de la noche.
-Deben estar muy seguros de que mañana nos aplastarán y por eso están tan contentos – había dicho uno de los relevos cuyo nombre no conseguía recordar. Para los nombres, Flaco no era cómo César.
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