Marco Valerio Flaco, legionario de la Legio XII Fulminata, estaba encaramado a lo más alto de una de las torres de defensa del lado noroeste desde antes del amanecer. Sus enormes orejas de soplillo, que habían provocado que sus compañeros le otorgaran el cognomen de Flaccus, habían sido las primeras en percibir lo que ahora era un ruido ensordecedor. Con las primeras luces del alba, aparecieron las primeras unidades de caballería que iban saliendo de entre los árboles. La frondosidad dificultaba la visión masiva de aquel ejército, pero el ruido ensordecedor de los caballos al chocar sus cascos contra la tierra y el temblor que se sentía, no era nada halagüeño.
Flaco tenía una privilegiada posición pues la zona que su campamento defendía al noroeste de la ciudad, era en realidad el punto más débil de las defensas exteriores romanas. El terreno era muy rocoso y estaba en los márgenes del río, junto a los primeros promontorios del Monte Rea. El desnivel del terreno y la dificultad orográfica había impedido que se hicieran las trampas que sí estaban presentes en el resto de sistema defensivo romano. Y eso podía convertir aquel punto en el talón de Aquiles del sitio, en la brecha por la que se colara la marea gala. Pero eso los galos no lo podían saber. No al menos de momento.
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