Vercingétorix había observado como César se alejaba del combate. Se había intentado acercar a él, pero era imposible. Al verlo desaparecer súbitamente, pensó que por fin el cerco se estaba rompiendo por el perímetro exterior y quiso verlo con sus propios ojos. Giró su caballo y lo dirigió montaña arriba, buscando un buen puesto de observación que el fragor del combate le impedía.
Parecía que sí, que el cerco se estaba rompiendo por aquel lado noroeste. Pronto entrarían en el campamento y abrirían la brecha definitiva por el que entraría el torrente de guerreros que acabarían con los romanos y les liberarían. En los otros frentes, los romanos aún resistían y esto había provocado un titubeo en el ataque. Parecía como si los que mandarán aquel ataque no estuvieran arriesgando demasiado. Aquellos eduos… Los podía distinguir por los colores de sus ropas y su aspecto. Estaban dudando. ¡Malditos! ¡Había que atacar con toda la fuerza!
Entonces escuchó un gran grito procedente del sudeste. Detrás del monte Flavigny surgió una unidad de caballería que se dirigió directamente al campamento de los galos en la explanada sur. ¿De dónde habían salido aquellos romanos? Sin poder creer lo que estaba viendo, observó como los pocos guerreros que habían quedado en el campamento, huían en todas direcciones y como los romanos arrasaban el campamento provocando un gran estruendo y quemándolo todo. Las columnas de humo que se levantaron rápidamente, alertaron a los ya de por si titubeantes atacantes galos de la explanada sur, que en vista de aquello y aterrorizados ante la posibilidad de que aquello fuera un ejército romano de refuerzo, abandonaron la lucha y se dispersaron en todas direcciones.
- ¡Luchad cobardes! ¿Dónde vais? ¡Traidores! ¡Luchad! – exclamó al viento un desesperado Vercingétorix.
Pero aquello no fue lo peor. Como aparecidos de la nada, sin saber muy bien por dónde, el rey arverno observó como otra columna de caballería se dirigía ahora con gran estruendo de cascos y de gritos por la espalda de las tropas que atacaban el monte Rea, que estaban a punto de conseguir romper el cerco noroeste. Sorprendidos, tuvieron que repartir sus esfuerzos en dos flancos. César había pensado lo mismo que él y ahora le devolvía la jugada, obligándole a luchar en dos frentes. Aquel era un golpe audaz y casi definitivo. Y entonces lo vio. Su capa escarlata le identificaba.
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