La situación era francamente delicada. Flaco y todos los demás estaban casi extenuados. No les quedaban más proyectiles que lanzar y los galos estaban destrozando las pocas defensas de aquel lado noroeste. La lucha cuerpo a cuerpo se había iniciado ya y gracias a los dioses, la caballería al mando de Labieno, había llegado hacía poco para reforzar el tremendo ataque al que se habían visto sometidos en aquella zona. ¿De dónde habían salido tantos galos de repente? No conseguía comprender como se habían colocado en esos árboles sin que los hubieran visto. Habrían aprovechado las últimas sombras de la noche. Aunque claro, él había estado dormido. Si no, seguro que les hubiera escuchado. Por algo los dioses le habían concedido aquellas orejas…
Los muertos entre los atacantes ya se contaban por centenas, aunque lejos de ser un alivio o un motivo de alegría para sus ejecutores, era un problema. Tal acumulación de cadáveres neutralizaba el foso y la empalizada defensiva, siendo un alzador para los galos que pisoteaban a sus compatriotas y llegaban con más facilidad hasta los romanos. Y el cuerpo a cuerpo se hizo inevitable. Además, el esfuerzo era doble. Por el anillo interno, Vercingétorix se había lanzado al ataque también y ya había entablado el combate directo salvando las defensas. El mismo César, a quien su capa escarlata le hacía visible e inconfundible para todos, estaba reforzando continuamente aquella posición. Parecía como si César, al igual que Alejandro con Darío en Gaugamela, quisiera encontrarse en el campo de batalla con el propio Vercingétorix, que era imposible de reconocer, pues los galos, parecían todos iguales.
De pronto, César salió al galope en dirección opuesta al combate. Algo debía pasar en algún otro punto del cerco, pensó Flaco. Pero no pudo pensar mucho más porque entonces, notó un terrible dolor en el brazo. Una flecha había atravesado la carne de parte a parte. Ya había tenido heridas similares en anteriores combates y sabía lo que debía hacer. Rompió la flecha con sus propias manos y, tras comprobar con un leve movimiento que no estaba tocando el hueso, estiró hacia abajo con toda su alma extrayendo la parte que quedaba. Después se taponó la herida con un girón de ropa de uno de los cadáveres que tenía a su alrededor y usando el otro brazo se incorporó y continuó. No le pararían con solo aquel rasguño. Había tenido suerte esta vez.
Flaco siguió luchando y con su último pilum, se encaramó a la empalizada, usándolo como lanza de asedio y rechazando a los galos que intentaban acceder a la torre. Muchos otros le imitaron y aquello se demostró efectivo durante unos pocos minutos. Flaco, tras ensartar a un par de galos con su pilum haciéndoles caer, miró atrás y vio al mismísimo Labieno que se dirigía a él.
- Muy bien muchacho. Una genial idea. Seguid así, no deben pasar…
Pero la situación era desesperada. Hacía falta algo más, un golpe de suerte. La diosa Fortuna que protegía a César debía aparecer ya o no habría solución.
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