La noche avanzaba y la situación cambiaba poco. De vez en cuando algún galo conseguía escalar la empalizada y presentar batalla cuerpo a cuerpo, pero las largas espadas que usaban los galos no eran rivales para la lucha en un pequeño espacio a la que estaban acostumbrados los romanos y para la que disponían de la corta y manejable gladius, un arma muy eficaz en las distancias cortas. Aunque los proyectiles y flechas lanzadas desde el exterior, causaron un gran número de bajas y mermaron muchísimo las defensas romanas.
En un momento dado se escuchó un tremendo griterío en un lateral. Flaco vio como un grupo de galos había conseguido superar la empalizada y abrir una brecha. Al mandato del silbato del centurión, abandonaron su posición y corrieron a la formación para hacer frente a aquel grupo de galos que aumentaba de forma preocupante. Aquel era el terreno preferido de Flaco. Así le habían enseñado a combatir y era el momento en el que se sentía más vivo que nunca, curiosamente cuando más cercana tenía la muerte. Pero en formación, frente a un enemigo, Flaco era un pez en el agua. Al silbato todos avanzaron a una y cargaron. Los galos, desordenados y separados, cayeron en un abrir y cerrar de ojos y la formación se deshizo para acarrear material de nuevo y reconstruir aceleradamente la brecha y así, en aquella frenética actividad, Flaco se percató de que ya no caían proyectiles ni se escuchaban gritos. El ataque había cesado, al menos por el momento.
Las órdenes rápidas del decurión le llevaron de nuevo a su torre del noroeste. Flaco estaba exhausto, pero no tenía ninguna herida que lamentar. El sudor y la sangre seca se habían mezclado en su cara provocando la caída de un liquidillo oscuro sobre la boca que al saborear, le provocó una mueca de asco y una arcada. ¿Era ese el sabor de la muerte? Aprovechando aquella tensa calma, se acercó al río para beber y quitarse un poco aquella costra impura que el barro y la sangre seca formaban. El frescor agradable del agua despertó el dolor muscular de todo su cuerpo y le recordó que llevaba dos días sin dormir. Al regresar a su puesto, se sentó, apoyó la espalda contra la empalizada y sin poder hacer ni pensar nada más, le venció el agotamiento y cayó en un estado de inconsciencia momentánea que podríamos llamar sueño.
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